Para Ani Lorca, también conocida como Sixx
Cuando Lalena preguntó, yo respondí de inmediato: la literatura es premonitoria. No es una frase mía; se la escuché a él hace no mucho y no entendí un carajo. Entonces vivíamos en otra casa, en un suburbio peligroso a las afueras de la ciudad. Un día él encontró un cuaderno viejo y se puso a transcribir cosas a su computadora. No sé de qué iban, pero creo que lastimaban porque lloraba, caminaba de aquí para allá con sendos lagrimones en la cara, luego volvía al cuaderno y se ponía a manotear como loco sobre la máquina. En un momento apretó una hoja fuertemente dentro del puño y dijo así: La literatura es premonitoria. Balbucí: Listo, niña, ahí lo tienes, se trata de esto y esto es así. Lalena me miró fijamente. Dijo: ¿cómo lo sabes?
Teníamos poco de haber llegado a este lugar, la casa es más pequeña, pero guarda un jardín interminable y puedo correr lo que se me dé la gana hasta cansarme. El cerezo es enorme y su perfume dulce. Desde este lugar miro tantas y tantas casas y caminos y torres y carreteras, también personitas. Colocaron mesas y adornos de colores, acudió mucha gente, Lalena cumplió cinco años. Xula y Hauni corrían por todos los rincones; las perseguí una y otra vez hasta someterlas, no hay quien pueda conmigo y eso deben saberlo. Esa cosa roja me distrajo, me subí a la mesa y la bebí entera. La cabeza me dolía, creo que me dormí un rato y cuando abrí los ojos la muchedumbre estaba sobre mí, tomando fotos; tardé en darme cuenta: me disfrazaron con un gorro festivo y me arrimaron una botella de vino vacía. No concebí humillación alguna. Al contrario, me sentí muy querido y más aún cuando Lalena me besó ante todos y dijo: Él es Capitán, y sabe hacer muchas cosas, como responder cualquier pregunta, ¿verdad, Capitán? A lo que yo manifesté: Sí, por supuesto, si conozco la repuesta ¿por qué no he de soltarla? Entonces todos se echaron a reír, a reír muy fuerte y yo miré a Lalena y miré a Eli y miré a Dorian, di una vuelta, me senté y pregunté por esa sustancia deliciosa. ¿Más clericot, amigo?, dijo Dorian, suficiente, estás borracho; viejo, en serio olvídalo, no vuelvas a hacerlo. La memoria se me desvanece y no sé qué sucedió después, pero quiero recalcar que todos me amaron. Ese es mi recuerdo más feliz.
Hoy todo es diferente. De un día a otro él empezó a estar la mayor parte del tiempo en casa, jugaba con Lalena a ser una persona de otro mundo, o a estar enfermo para que ella lo curara; también se ponía a dibujar y a leer mucho, a mí me gustaba que lo hiciera, que hablara en voz alta. Leía caminando de aquí a allá y a veces, de la nada, soltaba cosas que me gustaba masticar en mi cabeza mucho rato. Uno podía estar horas viéndolo dar pasos liosos y enredados, entusiasmado, de pronto se detenía en seco y soltaba algo como: El alma es el espejo de un universo indestructible: Y luego de una pausa algo suave, algo agridulce: Leibniz. Ah, el audaz Leibniz. Me hubiese gustado tener un amigo llamado Leibniz. O, quizá… quizá ser yo mismo un sujeto llamado Leibniz. Capitán Leibniz. ¡Oh, vaya! Es perfecto: Capitán Leibniz. A Eli va a encantarle. Por esas fechas ella era la única que casi no estaba en casa, solían discutir mucho por tal motivo. Un día Eli se presentó con un bozal atado a la cara, un bozal para humanos o cual sea su nombre. Él montó en cólera, dijo que hablaría con quien debiera hacerlo para que eso terminara, para que se quedara en casa de una vez por todas. Aun así, Eli salía todos los días con el bozal puesto. En las mañanas solía charlar con ella, yo le decía escucha, Eli, sé que amas esa cosa y a lo que te dedicas, pero qué tal si te quedas con nosotros y pretendemos ser personas de otro mundo o estar enfermos para que Lalena nos cure; no me hagas caso, pero, a Lalena le gusta creer esas cosas y a mí me gusta que las crea, me enternece… ¿cómo decirlo…?, ¿cuál es la palabra…?, su inocencia. La chica me agrada. Eli sonreía, pasaba sus dedos por mi cabeza y se marchaba. Una mañana todas mis charlas surtieron efecto, la convencí; desde entonces no salió de casa. Puedo ser muy persuasivo si me lo propongo y cuando soy categórico, señoras y señores, soy categórico. A Eli le gustan las películas animadas, vimos horrores, los cuatro, y nos hartamos de basura suculenta. Él leía y dibujaba mucho, por esos días dibujaba más de lo que leía al grado de, en ocasiones, no leer absolutamente nada para dedicarse casi exclusivamente a sus trazos. Hizo muchos retratos de Lalena, y de mí con Lalena; uno solo de Lalena con Eli, pero ninguno de los cuatro juntos. Una noche se escucharon gritos en el vecindario, rayos, fue aterrador. Eli y Lalena se asomaron por la venta y él fue a mirar a la azotea, lo acompañé hasta el ventanal. Oh, carajo, lo que vi… los cerros chisporroteaban, quiero decir, millones de luces intermitentes aquí y allá y un furor ronco, de miles de aullidos. Fui corriendo a dar parte: Lalena, Eli, tienen que ver esto, es espeluznante, es terrible, es incomprensible, es… Tal como los otros, Lalena y Eli gritaban eufóricas. Lalena decía cosas como: ¡Lo vamos a lograr! ¡Lávense las manos! ¡No olviden el jabón! Eli miraba a Lalena a través de su aparato espacial de voz y él las miraba a ellas a través del suyo. ¡Di algo, Capitán!, dijo Lalena. Yo estaba aterrado, no pude decir nada. Pero se me escapó un aullido. Un aullido cuyo significado desconocí. Quizá un aullido sea el espejo de un universo indescifrable…
La mañana siguiente Eli se encerró en un cuarto y no permitió que nadie la viera. Habló durante horas con Dorian a través de la puerta. Lalena y yo nos preguntábamos qué cosa sucedía, pero nadie nos respondió. Él le decía a Lalena que le ayudara a preparar la comida para Eli o que mejor llevara el desayuno o la cena hasta la puerta de ese cuarto. Eli y Lalena hablaban un rato hasta que la voz de Eli dejaba de oírse, entonces él cargaba a Lalena en brazos o a veces la arrastraba por el corredor, pues ella no quería despegarse de la puerta. Yo lo miraba todo desde el jardín: cuando ya no había nadie en el pasillo, la puerta se abría y una mano recogía la comida. Una tarde los hombres de otro mundo vinieron por Eli; le regalaron un bozal, un bozal de humano, la metieron en una cápsula espacial y se la llevaron a otro planeta. Lalena estaba dormida. Vi a Dorian, acuclillado, apretarse los cabellos, como si fueran la hoja de ese cuaderno viejo. Eli no volvió a casa. He ahí mi recuerdo más triste.
Nos faltó comida muchas veces, los cerros no volvieron a llamear, ni a desparramar su luz siniestra, nuestra calle quedó vacía, en ocasiones venían al jardín Xula y Hauni, apacibles y felices, más esqueléticas y hambrientas que yo, luego solo vino Hauni. Lalena no hablaba con él. Un día le dijo que ya no lo iba a amar nunca jamás en la vida hasta que la trajera de vuelta. Al comer, él tenía que llevarle la cuchara a la boca y Lalena la despreciaba con un manotazo y el caldo y la cuchara iban a dar al suelo. Dorian perdía los estribos, a veces la reprendía a regañadientes y a veces a grito pelado, pero Lalena se mantenía firme y entre lágrimas le espetaba en la cara: no te quiero y nunca te querré. Ah… Sabes, no siempre fue así, le dijo Dorian la última vez. Hubo un tiempo en el que me querías mucho. Y le mostró una foto de ella, Eli y él en la playa; una foto de Lalena y él abrazados en la mesa de un restaurante costero; otra foto de los tres bajo un inmenso árbol de Navidad, y, por último, una foto de ella casi al año de nacida, sobre un libro abierto, levantando una mano, sonriendo y esbozando un raro gesto de confusión. Lalena estaba sorprendida, dijo no conocer esas fotos y preguntó qué libro era ese. Cien años de soledad, dijo Dorian, siempre pensé que esa carita de la foto la habrías hecho cuando supieras cómo, después de tantas mortificaciones, Rebeca rechazó a Pietro Crespi. Lalena quedó en silencio un momento y luego preguntó: Ese libro, ¿lo leyó… Anticipando sus palabras, él dijo: No. Quiero decir: sí, solo la mitad. Sonrió. ¿Solo la mitad?, repitió Lalena. Solo la mitad, dijo Dorian. A partir de entonces las cosas cambiaron. Comenzaron a leer el libro en voz alta, fuerte o suave, tarde y noche durante días y súbitamente, al culminar la ascensión de Remedios, la bella, Lalena cerró de un manotazo el libro y se negó a seguir escuchando. ¿Remedios vuelve?, preguntó Lalena. Él respondió que no le iba a decir, que mejor iba a continuar leyendo, pero Lalena fue firme: ¡¿Remedios vuelve?! Dorian se echó de espaldas al sillón, suspiró y le entregó a Lalena el libro en sus manos; ella, por su parte, tristísima, dijo que no sabía leer. Luego inquirió: ¿por qué te gusta este libro? Él respondió: Porque es muy parecido a mi vida, sobre todo cuando fui niño. ¿Por qué?, preguntó Lalena. De niño, dijo Dorian, vivía en uno de estos cerros, en la cima, pero entonces no había casas, ni electricidad, ni drenaje, ni nada, solo árboles y piedras gigantes, parecidas a… “huevos prehistóricos”, dijeron ambos, al unísono. Como en el libro, dijo Lalena, boquiabierta. No solo eso, dijo Dorian, mis juguetes favoritos eran imanes, y el viejo Melquíades era el señor que iba a nuestra casa a ofrecerse para llenar los tambos de agua, acarreo tras acarreo; Francisco el Hombre era un anciano que entonaba canciones de la Revolución con su voz de aguardiente mientras raspaba el maguey al centro del terreno de la casa; etcétera, etcétera, etcétera. Lalena preguntó: ¿Entonces por eso Capitán se llama así? Me sorprendí al escuchar mi nombre, paré oreja y, atento, volteé a mirar a Dorian. ¿Capitán?, dijo él, ¿hay un Capitán en el libro? Se quedó callado, qué decepción. ¡Pues el Capitán Roque!, dijo Lalena, ¡El Capitán Roque Carnicero! (la memoria de Lalena es sorprendente. Quedaste en ridículo, viejo). Dorian dijo que no, que yo me llamo así por un libro de un tal Onetti, pero que esa era otra historia. Entonces intervine, tuve que hacerlo, dije: espera, espera un momento, qué libro de Onetti, ¿por qué me llamo así?, vamos, dímelo, no me dejes en ascuas. A pesar de mi entusiasmo y presión desmedidos, él se limitó a pasar su mano sobre mi mandíbula, luego fue hasta el librero y, por alguna extraña razón, se empeñó en mantenerme sentado. Mira esto, le dijo a Lalena, ábrelo. Era una caja, dentro de sí albergaba un papel y un artefacto extravagante, probablemente de otro mundo. Acta de alumbramiento, dijo Dorian. Nombre: Capitán Pollock. Prosiguió: Nombre de la madre: Lalena Soler Ancira. Testigos: Elizabeth Ancira y Dorian Soler. Lalena estaba desconcertada e, ignorante de sí misma, hizo el gesto jocoso de la foto. Ya no te acuerdas, dijo Dorian, se quedaron dormidos, abrazados, en el piso de la cocina. Lalena murmuró: ¿Qué es esto? Me eché a correr para ponerme a salvo. Escuché su nombre: el artefacto del espacio se llama catalejo. ¿Para qué sirve?, preguntó Lalena. Para detectar incendios, dijo Dorian. Lalena se encogió de hombros, ni ella ni yo entendimos por qué. La literatura no es lo que parece, dijo él. ¿Cómo es la literatura?, preguntó Lalena. Dorian estuvo a punto de aclararlo, pero yo lo interrumpí. Me arrepiento.
La comida se acabó, empezamos a vivir al día. Dorian improvisó un huerto en el jardín; con todo, su esfuerzo fue inútil porque la tierra estaba seca y nada prosperó allí. La mayoría del tiempo él estaba fuera, pero siempre regresaba antes del anochecer con tal o cual abasto: a veces leche, a veces pan, agua o arroz, creo que conseguía e intercambiaba todo en una antigua estación de trenes. Lalena no dormía por las noches si Dorian no leía ese fragmento, esa pequeña parte del libro donde una mujer irremediablemente hermosa se elevaba por los cielos hasta desaparecer sin dejar rastro. Cuando Dorian terminaba la lectura, Lalena se quedaba quieta, pero su pecho palpitaba violentamente para luego, ya muy tarde, ceder a la irredenta cadencia del sueño. Las tardes me entristecen. Y me provocan ansias. En una tarde de esas a Eli se la llevaron al espacio exterior en una nave intergaláctica y en una tarde parecida a la de Eli, Dorian llegó corriendo a casa, entró a la sala y, gritando, preguntó por mí. Corrí a su encuentro, me alzó en brazos y me encerró en una habitación con Lalena. Dijo: Cálmalo, que no haga uningún ruido. Al poco rato, alguien tocó a la puerta, Dorian no quiso abrir. Señor, dijo una voz, ¿vive… usted solo? Sí, dijo Dorian. ¿Puedo pasar?, dijo la voz. No, respondió él. Señor, dijo la voz, le informo que es mi obligación… Sé lo que busca, interrumpió Dorian, pierde su tiempo. Me arrojé a la puerta, tiré a Lalena por accidente, ella dejó escapar un murmullo, pero lo ahogó enseguida llevando ambas manos a su boca. ¿Hay alguien más en casa, Señor?, dijo la voz. Ya se lo dije: vivo solo, atajó Dorian, así que, si me permite… Hubo un silencio prolongado, Lalena pegó su oreja a la puerta y yo fui a asomarme a la ventana. Era un hombre de otro mundo con bozal en la cara, como los que se llevaron a Eli, vestido con ropa espacial, miraba a todas partes, reposó sus nudillos en la cintura e hizo ese ruido de labios. Yo estaba ansioso, muy ansioso, quería bajar a preguntar por Eli, pero Lalena me lo impedía, intentaba apartarme del ventanal. Hauni llegó corriendo a los pies del hombre de otro mundo y él le acarició la cabeza, luego sacó de su cintura un artefacto extraño, sin duda un artefacto del espacio, y lo puso en la cabeza de Hauni. Dorian intervino alzando los brazos. ¿Es suya?, dijo el hombre de otro mundo. No es mía, dijo Dorian, pero yo la alimento. Eso ya no es posible, Señor, ya debería saberlo, dijo el hombre de otro mundo, si no es suya… Yo le doy de comer, dijo Dorian, es como si fuera mía. El hombre de otro mundo se quedó mirando a Dorian largo rato, en silencio. De pronto añadió: Bien, tiene suerte. Y quitó el artefacto de la cabeza de Hauni. Es usted un hombre responsable, Señor… Soler, dijo Dorian. Señor Soler, dijo el hombre de otro mundo y sacó del bolso de su traje un artilugio, un artilugio espacial, no me cabe duda, muy, muy poderoso, porque cuando lo encajó en el cuerpo de Hauni, ella no pudo soportar el sueño y se quedó dormida sobre la yerba seca. Tiene un jardín amplio, Señor Soler. ¿Sabe una cosa?, así debe ser, es lo mejor; a los que andan por ahí no les va tan bien, dijo el hombre de otro mundo mientras apretaba con su mano el artefacto del espacio atorado en su cintura. Quise correr hacia la puerta, pero me asustó el hecho de no ver a Lalena. Me asomé otra vez a la ventana. No supe en qué momento fue a abrazarse a una pierna de Dorian. Creí que vivía solo, Señor Soler, comentó el hombre de otro mundo. Eso no te importa, alegó Dorian. ¿Ya no va a despertar Hauni?, inquirió Lalena, y al instante declaró: Capitán va a estar muy triste. El hombre de otro mundo preguntó: ¿Quién es Capitán, cariño? Asustada, Lalena respondió: ¡Nadie!, y el hombre de otro mundo se puso a gritar mi nombre una y otra vez y comenzó a aplaudir como un poseso imberbe. Bajé las escaleras despavorido. Al llegar a la puerta de la entrada el hombre de otro mundo ya tenía su artefacto del espacio recargado en los huesos de mi cráneo. No lo hagas, dijo Dorian. ¿Sabe una cosa, Señor Soler?, me ofendió la forma en que me habló desde el inicio, ¿cree que es un trabajo fácil?, ¿cree que lo disfruto?, dijo el hombre de otro mundo. Yo diría que lo disfrutas, hijo, murmuró Dorian, mirándolo fijamente a los ojos, con una voz que desconocí del todo. El hombre de otro mundo se carcajeó. En eso se escucharon aplausos potentes, potentes como truenos, ¡poc!, ¡poc!, ¡poc!, y luego aullidos y quejidos. Alguien clamaba por auxilio y el hombre de otro mundo gritó: ¡Maldita sea, es un trabajo fácil! Y acto seguido le dijo a Dorian en voz muy baja: Es un trabajo fácil. Es un trabajo fácil y no podemos terminarlo por imbéciles como aquél. Apurado, acomodó el artefacto del espacio en su cintura, sacó del bolso del traje el pequeño artilugio del sueño y lo extendió hasta Dorian, golpeándole el pecho. Dijo: Hágalo usted mismo, cobarde; no me dé el gusto de mirarlo suelto, no me dé el gusto. El hombre de otro mundo se marchó y Dorian cerró la puerta de espaldas y corrió hasta el fregadero; Lalena gritó: ¡Vas a dormir a Capitán!, ¡ya no te voy a querer, ya no te voy a amar jamás en la vida! Y Dorian dijo: ¡No!, ¡no!, ¡no!, ¡no voy a dormir a Capitán!, mientras desquebrajaba una y otra vez el artilugio del sueño contra el quicio del lavabo. Quedó de rodillas, sangrando de una mano. Lalena fue a abrazarlo y yo fui a rendirle honor y respeto. Aullamos juntos, los tres. Toda esa noche se escucharon aplausos, aplausos que tenían la potencia de truenos planetarios, seguidos de aullidos y quejidos que se apagaban desesperadamente tan pronto como escapaban de las gargantas que los desgajaron. ¿A dónde fue a morar la luz de los ojos de Hauni? Quiero que sea cierto, quiero que su alma sea el espejo de un universo indestructible.
Hoy por la tarde Lalena hizo un descubrimiento fascinante. Se subió a la azotea sin el permiso y en la ausencia de Dorian. Maldición, esto es culpa de los artefactos espaciales, no hay otra explicación posible. Tomó aquél mentado catalejo y miró a todas direcciones corriendo de un lado a otro sin medir sus pasos. No pocas veces estuvo a punto de caer al vacío. Estaba nervioso. Dorian volvió exaltado de eso que llama la Antigua Estación del Ferrocarril, azotó la puerta y dijo: ¡Todo está listo, será mañana o no será! Quise advertirle, fui hasta donde él y dije: Escucha, esto es importante, Lalena está en la azotea, ha estado a punto de tropezar, ve rápido. Dorian subió las escaleras corriendo, diciendo: ¡Llegó el momento, estamos preparados!, buscó a Lalena cuarto por cuarto y al no encontrarla me preguntó, histérico: ¿Dónde está? Yo le dije: Vamos, ya te lo he dicho, en la azotea, ve a la azotea, de prisa, date prisa. Dorian gritó: ¡Lalena! ¡Lalena! a todo pulmón y luego volvió a preguntarme por ella. Lalena respondió con un chillido desde la azotea: ¡Ven, ven rápido! Ipso facto, Dorian subió. Estuve largo rato en vilo. Más tarde, Dorian bajó con Lalena abrazada a su pecho; él temblaba, absorto. Puso a la niña en el suelo y fue directo al librero, tiró montones de libros a diestra y siniestra con sus manos torpes. ¡Capitán!, dijo Lalena, ¡mira! Y acercó el artefacto del espacio a una de mis pupilas. Poco a poco fui viendo lo que ella creía digno de admiración: ahí, a lo lejos, en el cielo, una mancha, y esa mancha fue adquiriendo, poco a poco ante mi pobre ojo, la forma de la humanidad, y la forma de la humanidad, así y asá, ante mi tonta mirada ensimismada, tomó el perfil y la figura de la mujer más hermosa que alguna vez vivió y que viviría vez alguna sobre la faz de la tierra. ¡Capitán!, dijo Lalena, ¡es Remedios, la bella! ¡Ha regresado!
La vio Lalena, la vi yo, la vio Dorian y la vieron los pocos entes que aún habitábamos este cerro. Los vecinos subieron a sus azoteas o se asomaron a la ventana mientras Remedios, la bella, descendía lenta e inmaculadamente con los brazos extendidos, los ojos cerrados y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, su cabellera de lluvia bailaba quedamente con el aire. Por más ridículo que suene, a pesar de las grandes distancias, muchos levantaron los brazos y estiraron sus falanges como para alcanzar un roce ligerísimo de la divinidad más pura. Dorian encontró el libro que buscaba en la cama de Lalena, daba la impresión de que todo giraba en su cabeza; rápidamente comenzó a pasar página tras página al tiempo que se asomaba por el ventanal e intercalaba la mirada aquí y allá. Lo tenía claro: según él, los pies descalzos de ese ser inmaculado se posarían sobre la loza fría de la plazoleta de la Antigua Estación del Ferrocarril Balsas. Con y sin bozales, los vecinos salieron de sus casas con niños sujetados de las manos o en brazos para emprender el peregrinaje a la estación de tren, porque creyeron que Remedios, la bella, era la cura para liberarnos de la maldición que había dejado irreconocible nuestro mundo. ¡Lo tengo, lo tengo!, gritó Dorian como un verdadero demente (me dieron ganas de atarlo a un palo de la cama). Me puse a merodear por el cuarto, viendo los libros abiertos, regados por doquier. Entonces Dorian peroró cosas sin sentido, como uno de esos hombres vestidos de oro en las grandes casas de piedra: una mano en el grueso lomo del libro, la otra instalada sobre el fiero aire de abril. Una advertencia: ¡No vayan, no vayan, regresen!, y, enseguida, montones de dislates sobre la United Fruit Company, ferrocarriles y ya no supe qué otro despropósito porque me distraje con una pintura caótica y preciosa expuesta en la página de un libro enorme: era idéntica a mi alma. Lalena estaba emocionada porque sabía que más tarde Eli descendería del espacio. Dorian cayó de bruces. Vámonos de aquí, dijo, no nos queda mucho tiempo. Pero no hizo nada, se quedó mirando hacia un abismo interior mientras tamaños lagrimones le escurrían de los ojos, canales de sal iguales a los del día que lo escuché leer ese cuaderno viejo y lo oí soltar una frase que hoy hace crac y se revuelca en un cerrojo como lo haría un animal sobre la arena. Quedó en calma. Vámonos de aquí, repitió; pareció volver en sí e intentó ponerse en pie de un brinco, pero se encontró con mi cadena atada a su cuello con una suerte de nudos imposibles alrededor de una barra de la base de la cama; sin sospecharlo, Lalena había materializado mi deseo reprimido. Sonriendo, la niña dijo: ¡Voy a traerla, vamos a volver juntas! Y se echó a correr. Vanos y del todo baladí resultaron cada uno de los gritos e intentos de Dorian por liberarse. Experimenté una profunda tristeza, una doliente pena por él. ¡Tras ella, Capitán! ¡Tras ella!, dijo Dorian. No es necesario que lo aclare, salí despavorido. Hay cosas que alguien como yo logra comprender solo después de muchas calamidades (las reflexiones de Leibniz me conmueven). Por otro lado, hay elementos que, a pesar de su limitado rango sensorial, ora grotesco, ora brutal, alguien como yo no logrará entender jamás. Tal es ese aplauso, prepotente como un trueno planetario, que arrastra en sus mil ecos un meteorito en mi espinazo, el agujero negro que encendió y apagó en un santiamén el último de mis aullidos. Una lluvia preciosa, toda mía, comenzó a bañarme. Caí en la cuenta de que mucho tiempo antes de mi alumbramiento, atestiguado en un acta que pronto irá al ardor, el artista de ese libro, atroz y gigantesco, tirado en la alcoba de Lalena, ya había pintado cada episodio de mi vida en uno solo de sus cuadros. Quizá el arte y el dolor sean el presagio más certero de los mundos que tarde o temprano y sin remedio han de colisionar ante nosotros, sin que podamos hacer nada, formemos parte de ellos o no; lo que resulte, logremos reconocerlo o no, será la peor de las victorias, o nuestra mejor derrota.
Imagen: Peripheria (2015), dirigida Por David Coquard-Dassault
